Una historia de San Valentín
La pausa
La fecha este año caía en miércoles.
Cada ocasión la celebraban con una cena especial y detalles durante la jornada. No era más que un día del año, pero también les servía de excusa para decirse cosas bonitas y darse besos con sabores desde el desayuno.
Aunque fuese miércoles, irían a cenar a un restaurante romántico.
Aunque fuese miércoles, tendrían detalles el uno con el otro.
Y aunque se prometieran una noche fantástica con la despedida matutina, él sabía que volvería agotada con tanta presión.
La de su jefe con sus exigencias, la que ella misma se aplicaba, la de cumplir los objetivos, la de mantener el tipo físico y temperamental para no mandar de paseo a media oficina. La de ser buena en lo que hacía y después llegar a casa y atender su vida personal siendo buena también.
Este año le quería regalar una pausa.
Ese día procuraría llegar antes y hacer lo que tenía previsto. Buscaría a la niña en el cole para que su cuidadora pudiese ir por la noche.
Recogería todo lo que estuviese mal colocado, llevaría a cabo esas pequeñas tareas que hacían los dos cada tarde al llegar y que así no tuviese excusas para seguir cumpliendo obligaciones.
Se encargaría de la merienda y de los deberes. Tendería la ropa que probablemente estaría en la lavadora y pondría los platos del lavavajillas en su sitio.
Después prepararía el baño de espuma con los aromas florales que le gustaban, pondría la luz de unas cuantas velas, la música relajante que escuchaba en esos días que no podía con tanto agotamiento y se encerraba en el baño a tomarse un rato de respiro.
Colocaría el pequeño banco junto a la bañera para apoyar la bandeja que le llevaría cuando estuviese dentro.
Y llegaría efectivamente exhausta y harta de todo como había previsto, y le habría dicho a la niña que llenara especialmente de besos hoy a mamá para que se le olvidara el trabajo.
Entonces le diría que este año tendrían un San Valentín muy especial que comenzaba en ese momento. Le diría a la nena que se fuera al salón con la niñera que ya habría llegado porque mamá se iba a tomar un baño. Y la llevaría del brazo para verle la sonrisa en el rostro al entrar y ver el momento de desconexión que le había preparado.
Le diría que se sintiera cómoda y se metiera en la bañera a su gusto. E iría a la cocina, y le prepararía el té que había comprado unos días antes con toques de pimienta y pequeños corazones de chocolate.
Lo haría en la bonita tisanera, también nueva, junto a las galletas de canela que tanto disfrutaba. Taparía el recipiente para que se fuera infusionando y llevaría la bandeja hasta el pequeño banco junto a la bañera donde ella ya estaba con los ojos cerrados disfrutando de su instante.
Y ella vería aquello y le diría que se había acordado que le gustaba tomar té verde para relajarse con galletas de canela, como reconociendo en voz alta aquella intimidad que te dan los años. Él le diría en broma que ese era su regalo de San Valentín porque no le había comprado ningún objeto, y ella lo miraría de esa forma profunda como siempre hacía para decir sin decir que gracias por tanto. Por ir a la tienda y buscar el té con corazones, la tisanera, las galletas; por arreglar la casa y organizar todo.
Por crear esta pausa de muchas palabras no dichas para ella.
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La bebida de esta historia es el té verde Dulce Amor. Está compuesto por té verde sancha, corazones de praliné, pimienta rosa y trozos de fresa.
Y si prefieres una bebida sin teína para preparar o regalar por San Valentín, la infusión Magia Silvestre es perfecta: trozos de arándanos, manzana, anís estrellado, canela y hojas de zarzamora.
Que tengas un San Valentín muy especial.
Esta entrada es una colaboración de Laura Vivas, autora del blog La Gastrorredactora.